ESCRIBIR O PENSAR DOS VECES.
Por: Eduardo Fernández
“Para escribir busco espacios. Implico rostros para
saber que quiero escribir. Investigo, hago etnografía, monto estructuras con
esto y allí inicia la batalla con las palabras para romper el cerco del mundo
misterioso”
Nahum Montt.[1]
Cuando
escuché Nahum Montt no sabía quién era,
cuando nombraron su novela, “El
Esquimal y la Mariposa ”,
seguí negando. Sólo me sentí en sintonía cuando lo presentí como la posibilidad
de realizar una entrevista y cumplir con un ejercicio académico. Y allí me
encontré, frente a él, en espera del momento de preguntarle sobre su oficio de
escribir, única intención de llegar a ese auditorio. Terminada su intervención,
un espacio para el público, unas preguntas claves, apuntes, acabado el trabajo
me retiré.
Lo anterior
fue lo que pensé en cada paso del proceso, textualmente. Después de escuchar a
este, para mí, desconocido autor que inspiró con sus palabras, voy a
reescribirme, voy a repensar lo dicho, voy a “romper el cerco del mundo misterioso”. Procuraré no tener problemas
con el elemento lingüístico ya que desde estos días podría hablar de siglos
atrás. Con la verosimilitud de la narración espero que no se dificulte el
lector aunque juego a darle un matiz estético a los espacios; sin embargo,
pienso que esa realidad es subjetiva, cada quien acomoda a sus sentimientos los
imaginarios. En la escritura lo que prima es la imagen misma, el acabado, sin
importar que este monumento, que es el texto, se estructure con metáforas,
fantasías o ficción ya que todo hace parte de los mundos posibles.
Iniciaré,
pues, mi ejercicio. Jugaré vanidosamente a hacer de este texto un fragmento de
Novela Urbana, pensando en el género de Montt y sus colegas expositores. Inicio
en el centro de Bogotá, en ese universo multicultural, viajando en esos enormes
carros rojos que transportan a cientos de personas apretujadas, indiferentes
entre más cerca estén, como máquinas que se mueven a la voz robótica que
anuncia las paradas. Miro por la ventana y veo el panorama gris de todos los
días, gente que camina, autos que gritan humeantes, monstruos de “tricoples”
que permiten o niegan el paso; el afán, los mundos aislados en aparatos
musicales cada vez más compactos. Tomo por fin la trece, ya degusté el esperado
y eterno olor a chocolate, mi intangible desayuno de cada mañana. Suspiro. Cada
vez más cerca de la vieja estación de ferrocarril, donde veo los muertos
vagones oxidados con la nostalgia que le robé a mi abuelo al hablar de su
antaño a vapor.
Voy a mi
posible cita con alguien que no me espera, con un escritor que seguramente no
me verá en el auditorio pero bien podría inventarme. El enorme transporte
parece encogerse al tamaño de un tranvía. Y los colores parecen acomodarse a
una gama de grises y cafés, matices más serios. Juro que escuché la bocina del
tren, giro a mi izquierda y los vagones están repletos de caballeros y damas.
Otros esperan. Siento cómo las nuevas tonadas se tranquilizan y entonan “el
cucarachero”. Trato de abrir la ventana para escuchar mejor y ya no hay ventana.
La nostalgia de aquello que no viví me hace olvidar los puntos pestilentes de
los callejones. Busco la dirección pero ya no existe nomenclatura, sólo calles
con nombres como de La Moneda y de El Comercio. Miro los balcones, miro desde
ellos.
Salgo de mi
divagación y del balcón. Qué cosas tan desaforadas se pasan por mi mente.
Atravieso los maderos que crujen en las altas habitaciones. El aire me parece
más limpio y el sonido de los coches no es más que las herraduras de los
caballos que los halan. Abro la enorme puerta y me entrego a un día tranquilo,
frio como todas las mañanas de mi Santa Fe; sin embargo, juego con mi bastón de
sauce tallado y punta de metal, complemento de mi inmaculado traje blanco.
Saludo, quitándome el sombrero, a las damas que caminan por las calles
destapadas. Doy paso a mi cochero ya que quiero caminar esta mañana. Me agradan
sobremanera las aguas casi vírgenes, que atraviesan las calles, en su camino
milenario; siento que nunca había visto algo así, cantantes, diáfanas, orgullosas
bajo los pequeños puentes; el arrullo me invita a tomar un descanso en el banco
de un parque, aún se escuchan historias y ecos de la independencia,
contrastando con la llegada de nuevos productos europeos.
En una de
estas calles alejadas reconocí una casa y recordé mi propósito, miro mi reloj
de cadena, apago el tabaco y entro. Al sentarme escucho un Nombre, Nahun Montt.
Despierto un poco extraviado de la realidad, vuelvo al ahora. El autor habla
sobre escritura. “Para escribir busco
ideas en las calles, busco rostros, deseos, lenguajes particulares. Para crear
una realidad hago mapas mentales, para crear espacios desde la verosimilitud”.
Apuntes. Eso es el ejercicio de escribir, más que las anécdotas y las minucias
es la pertinencia del elemento lingüístico, el lenguaje específico en un tiempo
específico y la verosimilitud de lo que se esté escribiendo lo que prima en el
momento de transportar las ideas al papel. Se piensa algo y al plasmarlo hay
que investigar, hay que crear, buscar espacios y realidades, hay que evocar y
trabajar las experiencias, en resumen hay que pensar dos veces.
Salgo
nuevamente a la calle. Espero el carruaje que viene por la calle halado por
caballos, quizás lo tome. Aunque miro el día envejeciendo, dejando caer su
larga cabellera gris en los cerros, ya empiezan a encender los mecheros de
gordana y las lámparas de cebo y la ciudad se ilumina majestuosamente.
Caminaré.
[1] Tomaré
como epígrafe esta frase que el autor mencionó en una conferencia de “El
Festival de la Palabra ”,
donde tuvo lugar la entrevista que se le realizó y donde también intervinieron
los autores Ricardo Silva, Gonzalo Mallarino y Sandro Romero
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