On
the Road...in the
Park–a–way
Por: Arnaldo
Coimbra
Ella fingía mirar la
vitrina de libros mientras esperaba la llamada de uno de sus amantes de turno.
En realidad se miraba al espejo y acomodaba su escote y su peluca rubia. Le
tenían sin cuidado los Baudelaire, Mallarmé y Valéry que colgaban del otro lado
del vidrio, del otro lado del mundo. Le gustaba ponerse citas con desconocidos
en el café-librería Maestra-Vida, en
el sector más bohemio de la ciudad, el Park-a-Way. Una o dos veces por semana,
iba a sentarse a las mesas azules y esperaba su turno. La conocí un lunes.
Esperaba a mi abogado y
revisaba mi declaración de renta, mientras de fondo se escuchaba un viejo tema
de Serrat, Vagabundear. La escuché
hablar con tres hombres distintos por su celular y la vi escupir en el piso
después de cada llamada. Se sentó de espaldas a mí y encendió un cigarrillo. En
ese momento volteó su cara y me dijo su nombre, Violeta. Empezó a contarme su
vida sin más, y antes de media hora ya sabía (casi) todo sobre ella: estaba casada
por tercera vez, vivía al otro lado de Bogotá, trabajaba como enfermera en una
oficina de pensionados de un Ministerio, tenía una hija de diecisiete años
llamada Malena y le gustaba cocinar comida árabe los sábados y pensaba irse de
viaje a Cuba apenas pudiera. Nunca había salido del país y tenía un gato
llamado Polaco. No quiso saber nada de mí y se limitó a escribir un par de
mensajes de texto, mientras yo le decía que acababa de divorciarme y que me
fascinaría conocer Cuba. En esas estábamos cuando llegó mi abogado. Los dos se
gustaron y se pusieron a conversar animadamente, como si fueran parte de un
óleo de Courbet. Fui al baño para despejarme un poco y cuando volví ya no
estaban. Me senté a esperarlos durante una hora hasta que me cansé y me puse a
mirar libros. El primero que vi fue On
the road de Jack Kerouac. Iba terminando la primera parte, cuando Pompilio
me llamó. Sonaba agitado al otro lado de la línea y su voz estaba quebrada,
como si no hubiera dormido durante tres días. Como si hubiera tomado Mezcal Los
suicidas de contrabando. Me pidió dinero prestado y luego colgó. Me quedé un
rato en silencio, observando una banda de gozques que acechaban febrilmente una
vieja hembra en celo. Compré el libro de Kerouac y seguí leyéndolo en una de
las bancas del Park-a-Way. Cuando la noche se me vino encima, le compré a un
lotero un billete con el número mágico 2666. Al día siguiente Pompilio vino a
verme y me trajo una ancheta (¡!). Me dijo que yo era su ángel guardián y me
anunció su próximo matrimonio con Violeta. Le pregunté qué tanto sabía de ella
y me respondió que eso no le importaba. Me dijo que se irían de viaje a Cuba al
otro día y me informó que lo harían con el dinero que yo le prestaría. Lo hice
solo para saber cómo terminaría esta historia. Al séptimo día volvió, -sin
Violeta, pues ella se había quedado en la Isla, viviendo con un periodista
alemán en el Hotel Excelsior- y me dijo que no podría pagarme la plata que le
había prestado. No volví a saber de él. Casi un año después, volví a ver a Violeta,
en el mismo café-librería de la primera vez. Casi no había cambiado, pero era
evidente que ya no era la misma. No me reconoció y yo no quise abordarla. Se
quedó toda la tarde leyendo a Baudelaire, Mallarmé y Valéry. La vi comprar On the road de Kerouac y salir
ensimismada a leerlo en una de las sillas del Park-a-Way; miraba hacia un
horizonte inalcanzable y sonreía. Yo me fui a mi casa a leer a Kennedy Toole.
P.D Hace parte del libro de cuentos "Manuscrito hallado en el Park-a-way"... todas las historias transitan allí.
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